El sueño de la vigilia, Fabric text

El sueño de la vigilia

El sueño de la vigilia

‘Alguien me dijo: No has despertado a la vigilia, sino a un sueño anterior. Ese sueño está dentro de otro, y así hasta lo infinito, que es el número de los granos de arena. El camino que habrás de desandar es interminable y morirás antes de haber despertado realmente.’

Jorge Luis Borges1

Estamos en una playa de Chacahua, ocupados colectivamente en la realización de una de las obras del artista Gabriel Orozco. Enfrente, un océano de horizonte infinito, y al lado, una pared de riscos escarpados, un escenario cuidadosamente seleccionado por el artista. Tenemos instrucciones de hacer bolas de arena y colocarlas en concavidades naturales halladas en la superficie rocosa. Las bolas han de hacerse recogiendo un puñado de arena mojada, dándole forma de esfera y espolvoreándolo con arena seca. Como por arte de magia, funciona. Hay por supuesto un placer infantil en esta actividad, pero encierra además un contenido erótico: el peso de la bola de arena en mi mano es sensual, como el de unos pechos o genitales masculinos al acariciarlos. Pierdo la noción del tiempo en mi empeño por lograr una esfera perfecta, y es sólo después de varios intentos que la imposibilidad —y hasta lo absurdo— del propósito se hace evidente. A pesar de todo, mis mejores resultados surgen cuando atiendo a la relación entre el volumen de arena y el espacio que abarcan mis manos ahuecadas: si es muy poca arena, mis manos parecen demasiado torpes para darle suficiente solidez al material y se desmorona. Si es demasiada, mis dedos se abren ante un volumen tan grande para modelar. Podría decir, por consiguiente, que la bola de arena “más perfecta” es un índice del espacio interior de mis manos ahuecadas, convirtiéndose así en su extensión hacia el mundo, tal como nosotros, al hacer las bolas, somos la extensión de las manos del artista. (Más tarde: un grupo de niños se deleita igualmente en destruir nuestras pequeñas esferas con sus propios proyectiles de arena, acelerando el proceso de desintegración.)

Hago un recuento de los acontecimientos de la playa en un intento por evocar, aunque sea inadecuadamente, algo de la intimidad del encuentro con una obra de Gabriel Orozco. Su trabajo es a veces tan discreto que casi no parece estar ahí; el distraído podría fácilmente no verlo. Sin embargo, insiste como una presencia que habita más bien enigmáticamente, un espacio y un momento de negociación entre el mundo y el observador. La ausencia de un contenido fácil e identificable le brinda cierta opacidad al trabajo: no se rinde instantáneamente a las demandas analíticas del lenguaje. En cambio, apela inmediatamente a las emociones y a los sentidos, produciendo una resonancia somática que a menudo se acerca a lo sin estético: se podría casi “oír” el suspiro de su pelota inflada en Naturaleza recuperada; “palpar” con los dedos la calidad ósea del barro cocido de Mis manos son mi corazón o sentir de manera general las peligrosas implicaciones del matrimonio conceptual de la carne con el hierro en Cuerpo abierto. El cuerpo, su tierna vulnerabilidad, nunca parece estar lejos de la obra. Y sin embargo hacer hincapié en este aspecto sin calificarlo es encerrar el trabajo en marcos estéticos a los que no pertenece: el cuerpo como “naturaleza” no mediada no es el sujeto tácito representado aquí, tampoco es el artista quien se hace “presente” ante el espectador en un momento de epifanía en el que se pasara de un ego trascendental a otro.

Dos trabajos de sencilla elegancia, Mis manos son mi corazón y Mi mano es la memoria del espacio, sugieren el meollo del asunto. El primero es una escultura en forma de corazón hecha por el artista al presionar sus dedos en una bola de barro sostenida entre sus manos. Evoca simultáneamente un número de cualidades opuestas: el duro caparazón protector de una criatura invertebrada y la vulnerabilidad de los órganos humanos internos, la suave elasticidad del corazón y la dureza del hueso. La conjunción de la mano y el corazón contiene también ese gesto generoso del tacto y la emoción por medio de la cual un ser humano se ofrece a otro. Mi mano es la memoria del espacio empieza también con la mano: extendida sobre el piso, su silueta se convierte en el núcleo de radiación de una onda con amplitud de aproximadamente cinco metros, de cucharas de madera para helados que se transforman en escamas doradas como las de las alas de las mariposas.

Igual que con Bolas de arena, estos trabajos no representan el cuerpo como tal, sino algo así como un molde o una impresión del espacio ocupado y el posible límite de su extensión. En la primera obra, ocurre un desentrañamiento o inversión cuando una impresión del exterior del cuerpo (las manos) se convierte en una proyección de su interior (el corazón). En la segunda las cucharas alargan los dedos hasta tocar el límite de lo que podría ser un espacio inhabitable. El cuerpo —la mano— no es más que una huella, y sin embargo es precisamente eso lo que le da al ser un sentido de continuidad en el lugar de su ausencia. Esta extensión además podría implicar la búsqueda de orientación en el mundo, estirarse hacia el otro, para alcanzar los límites de lo conocible, o como el mago en el cuento “Las ruinas circulares” de Borges,2 un intento por sonar una realidad más allá de la incertidumbre del ser. Las manos tienen aquí una función crucial, no simplemente como herramientas humanas básicas sino como significadores dentro del acto creativo y de su movimiento desde lo singular hasta lo colectivo. Como tal, la obra de Orozco no puede ser mejor descrita que como una meditación profunda sobre el acto de construir y los impulsos psíquicos que éste genera: un despertar a los procesos por medio de los que unas pulsaciones bénticas del deseo, una representación mental rudimentaria o un acto de la imaginación encuentran un lenguaje, una forma tangible.

El hecho de que el cuerpo sensible permanezca como un referente en el trabajo de Orozco3 va a contrapelo de los debates estéticos euroamericanos dominantes de la década pasada, en los que la “realidad” desapareció dentro de la “hiperrealidad” de Jean Baudrillard para emerger como la infinidad de espejos que es la simulación. Todos los objetos e imágenes fabricados son, en cierta manera, sustitutos del cuerpo en lo que según Elaine Scarry es un desentrañamiento necesario; un impulso hacia la transferencia y liberación del dolor y el malestar de la existencia física por la mediación del signo.4 Como insistió Karl Marx, al reconstruir el mundo, el hombre se construye a sí mismo. Y sin embargo, entre los sectores privilegiados de las sociedades superdesarrolladas, una excesiva proliferación de signos de signos —el “precedente del simulacro” de Baudrillard— se vuelve contraproducente, puesto que estas “versiones sublimadas de sí mismas… eliminan sistemáticamente de su interior la imagen del cuerpo humano, hacen cada vez más irreconocible su semejanza con el sitio de su propia creación”.5 La confusión surge cuando estos signos llegan a ser percibidos como la “realidad” misma y no como herramientas provisionales para ordenarla. Si el objeto o imagen deja de funcionar como referente de lo “real” y del acto de hacer real una representación mental, entonces pierde su eficacia como medio de transformación de la realidad humana. La ansiedad que atormenta los discursos occidentales sobre las realidades mediadas no es solamente la de la desterritorialización de los símbolos de la cultura popular —lugares e historias específicos— que la distancia de la experiencia vivida y de su capacidad para establecer una identidad colectiva, sino la de que en un circuito hermético de signos no puede haber espacio para la mediación “individual” humana. De acuerdo con Michel Foucault, las formas institucionalizadas del conocimiento, entre las que la cultura de masas puede ser un ejemplo, sofocan la memoria popular e imponen interpretaciones de la realidad de tal manera que “no se le muestra a la gente lo que fue sino lo que debe recordar haber sido”.6 Así, la gente pierde el sentido de la participación activa en los procesos de la vida.

En términos de la política cultural, es ahora frecuente decir que el control político y económico ejercido por la metrópoli capitalista sobre la producción y distribución de signos quiere decir también la imposición a otros de su sistema de significación y la construcción concomitante de identidades culturales simuladas y comodificadas. En el caso de la cultura mexicana, esto sin duda ha empeorado la difusión de la “mexicanidad”: una “identidad nacional” institucionalizada y comerciable, inventada a partir de un pasado sentimentalizado, contra el que Orozco y otros de la misma generación se oponen con su crítica. A pesar de todo, la existencia de poblaciones profundamente heterogéneas con realidades políticas y económicas que difieren ampliamente, y con historias muy diversas, ha implicado que el desarrollo de la cultura de masas y sus relaciones con otras formas de producción cultural no haya recorrido en Latinoamérica la misma trayectoria que la metrópoli del norte.7 México sigue siendo una cultura intensamente visual, que retiene expresiones populares y vernáculas del conocimiento de una inmensa variedad e inventiva tal que, aunque no sea inmune a la mercantilización, ofrece un contexto que excede la homogeneidad globalizada de los mass media generada en el Occidente. Los distintivos occidentales entre las formas de producción cultural (el kitsch y el arte culto, la cultura popular de masas, etc.) no son fácilmente aplicables aquí, en donde las culturas alta y popular saquean signos y símbolos tanto de lo folclórico como de los mass media. Las calles y los mercados poseen una vivacidad multitemporal, entrelazando expresiones culturales tales como tejidos y cerámicas indígenas, fotonovelas, muñecos plásticos de los personajes de lucha libre, pomadas mágicas o esteras hechas de caucho reciclado y los rústicos molinos de piedra para moler el maíz para hacer tortillas, que Orozco utiliza en Cuerpos encontrados.

Recuperación y reciclaje, improvisación y aprovechamiento de situaciones inmediatas, estrategias estéticas de Orozco que mientras aparentemente se asemejan a las del europeo Fluxus o del arte povera, son sin embargo la experiencia vivida por las sociedades latinoamericanas, y por consiguiente, brotan de una sensibilidad y punto de vista no completamente apropiables por las categorías euroamericanas. La obra de Orozco se abre no solamente hacia las prácticas artísticas contemporáneas dominadas por la metrópoli occidental, sino también a las prácticas locales de su país nativo.

Su recuperación de objetos muertos y descartados o de pedazos de objetos es un acto de reanimación. Una nueva vida se respira en la cámara tubular rota que él corta y vulcaniza para formar la esfera inflada de Naturaleza recuperada. En la instalación de Cuerpos encontrados, el objet trouvé toma nuevas e inestables identidades en un ensueño sobre lo que para el artista es una rara alusión a la doble complejidad de las identidades históricas de México. Piezas de arado reproducidas con hierro fundido se convierten en las escamas o “plumas” de una “serpiente” ondeante, el espíritu de Quetzalcóatl. Tanto el arado como la serpiente emplumada (voladora) son poderosos símbolos míticos que unen la tierra y el cielo, pero al mismo tiempo la obra revela la relación oculta entre el filo que corta (o cultiva) la tierra y la incisión salvaje que una cultura/civilización importada le impuso a América. En otra parte, una pieza de hierro de un camión sugiere las caderas y las piernas abiertas de una mujer o el casco de un conquistador (Cuerpo abierto). Como en Punta de lenguas —una funda de hierro llena de lenguas de animales, que presenta muy directamente la relación entre el derecho a hablar y la posesión del falo— la conexión íntima entre el sexo y la violencia alude a su vez al trauma de la conquista, de la imposición de un sistema simbólico por encima de otro, de un cuerpo sobre otro, que atormenta la historia de América.

Hay una cualidad en estos y otros “cuerpos” como Desnudo [9], que consiste en una silla al revés sobre una mesa de trabajo sostenida por un tronco de palma, u Hojas durmiendo [3], en el que la apertura de una bolsa de dormir revela un haz de hojas de palma. La quimera es una figura perpleja, ni una cosa ni otra; sólo un híbrido que ocupa un lugar inseguro en el lenguaje: un anónimo que sugiere que el entendimiento de la realidad no puede hallarse solamente en el mundo de los objetos. Más cerca de las labores de los sueños que del pensamiento racional, la quimera ha sido sacada de los enigmáticos y arcaicos estratos mente-cuerpo, de los recuerdos de la melancolía de un pasado evasivamente presente que incluye esas figuras del mundo onírico –los albures, palabras de doble sentido, jeroglíficos, que emergen de las condensaciones visuales/verbales de los sueños— por medio de los que el inconsciente manifiesta el deseo a pesar de las maniobras psíquicas que constantemente luchan por suprimirlo. En tanto que el sueno emane de impulsos psicofísicos no puede ser menos real que el mundo del pensamiento racional. El sueno está en nosotros tanto como nosotros en él, y junto con el pensamiento racional es parte del universo material del que nuestro ser físico emergió. Oscilando entre los dos mundos, la quimera señala la imposibilidad de establecer ciertas fronteras entre la vida de los sueños y la vigilia, entre una identidad y otra. Es tentador, por supuesto, el asignar la quimera a la melancolía que inscribe el estereotipo del carácter mexicano. Aun siendo así, las quimeras de Orozco son hábiles y optimistas: implican que el tiempo no sigue un camino lineal inexorable, que otras dimensiones de espacio y tiempo pueden ser recurridas para hacer un mundo nuevo, para forjar nuevas combinaciones y significados de los residuos de lo viejo, que es tal vez el significado de la quimera y a su vez del mestizaje cultural figurado simbólicamente por estos “hijos de Malinche” representados en Cuerpos encontrados.

La práctica de Orozco es considerablemente reticente y expresa su poca disposición a imponer al espectador un significado ya enmarcado y previamente empacado. Al contrario, a menudo sus intervenciones en la vida del objeto son mínimas pero suficientes para extender la forma y el contexto de los materiales sin perturbar la realidad que lo había atraído en primer lugar ni bloquear el espacio imaginativo del espectador. Aquí aparece la pregunta acerca de lo que constituye el límite de reconocibilidad de un trabajo —esa frontera inestable entre “algo” y “nada”, “orden” y “caos”–, y a falta de una resolución o de sistemas ya establecidos de significación, la hora cero entre la posibilidad de llegar a ser como lenguaje (realidad ordenada)o la huida hacia la coherencia (incoherencia, tal vez, mientras no tengamos las herramientas suficientes para reconocer un orden). Esto último hace referencia a las meditaciones de Umberto Eco sobre la ambigüedad de lo que él llama la obra abierta y cuyos umbrales de trabajo artístico no son “una función de la estética, por cuanto sólo un acto crítico puede determinar si la ‘apertura’ de un trabajo a diferentes lecturas es el resultado de una organización intencional de su ámbito de posibilidades y con qué intensidad”.8 O sea que para Eco, la “obra abierta” debería ser, como la obra de Orozco, un trabajo “in-formado” pero sin mostrar un contenido específico, dando lugar por consiguiente a un juego imaginativo de varias realidades posibles.

Poner a prueba los límites del trabajo a través de una “organización intencional de su ámbito de posibilidades” sería una descripción ajustada del traslado de Orozco desde una práctica puramente de estudio o taller hacia el compromiso con las contingencias de las calles y los márgenes de la ciudad. Por el momento, la calle, con sus rituales y objetos diarios, su poesía espontánea, parece responder a la demanda de trabajo por un espacio libre de las condiciones impuestas por las convenciones del estudio y la galería, más abierto a la fluidez de significados, a la posibilidad de encuentros casuales entre el artista, las imágenes y los materiales, o entre el trabajo y el transeúnte casual. Orozco rastrea las calles no siempre buscando o escuchando algo en particular, pero sí atento a su noción del lugar y listo para aprovechar la oportunidad para actuar en respuesta a ello. Turista maluco [18] fue justamente la respuesta espontánea a sus vivencias al final del día en el mercado de Cachoeira (Bahía, Brasil): pilas de naranjas reventadas, tiradas en el suelo, las filas de mostradores vacíos, los vendedores parados sin hacer nada después del trabajo. Orozco reensambla estos elementos: una naranja sobre cada mesa, creando momentáneamente una nueva constelación que resulta del desorden prevaleciente, una visión diferente de los objetos diarios, tan familiares, espectáculo sorprendente para quienes lo atestiguan.

Pasajeros mínimos e inesperados pero sin la mirada colonizadora, romántica y turística de un Richard Long, los Orozcos al aire libre están inspirados tanto en la confusión y energía caótica, en los estados constantes de decadencia y renovación característicos de la vida cotidiana en la ciudad de México (y también por cierto en Nueva York) como también en sus conocimientos de historia del arte reciente. En México, particularmente los artefactos culturales, desde la arquitectura y los muebles caseros hasta la cerámica, poseen una geometría vigorosa que organiza la forma y el espacio en relación con las demandas del cuerpo humano en lugar de con algún ideal de forma pura independiente de cualquier realidad concreta, tan característica de la tradición euroamericana. Antropomórfico sin ser antropocéntrico, este corpus cultural lleva consigo la imposibilidad de la perfección, como el balón de caucho de Orozco, en cuyo reposo, donde aparece levemente caído y vulnerable, sigue siendo una esfera a pesar de su falta de precisión geométrica, como la tierra misma. Es más: para el artista, la ilusión de permanencia e invulnerabilidad cultivada por los países del mundo desarrollado es impensable dentro de las impredecibles condiciones del tercer mundo, donde las estructuras —como la gente— adquieren la piel “sensualizada a través del tiempo”, de un cuerpo habitado pero también habitante del mundo. El deseo de Orozco por hallar una forma material para este movimiento opaco de la existencia se consolida en su metáfora de la erosión, la cual nos regresa a los ciclos del hacer y deshacer el mundo.

Ladrillos frotados presenta este proceso por medio de la textura de pilas pequeñas de polvo rojo hechas al frotar ladrillos viejos, encontrados en un terreno baldío luego del terremoto de 1985. Como en la relación entre bolas de arena y rocas, la erosión alude aquí a la interacción entre la superficie de las cosas, entre los cuerpos, en un movimiento que es al mismo tiempo perturbador y erótico. Tal vez la expresión más intensa de esta idea es Piedra que cede, una bola de plastilina del mismo peso que el cuerpo del artista, que fue rodada por las calles, su suavidad cedió a las impresiones del suelo, su superficie adquirió una pátina como de piedra con el polvo y la basura que se fue adhiriendo. Piedra por encima de todo, un objeto para tocar, una superficie que todavía invita a los dedos exploradores, una masa que obliga al espectador más brutal a comprobar su inercia a patadas.

El polvo y la piedra guardan un significado especial en este cuerpo de trabajo. En relación con esto el artista comentó que “un edificio nuevo es como una imagen, pero un edificio cubierto de polvo es como una piedra”. Esto es tal vez porque poseen una materialidad enigmática que se resiste a la representación y a la clausura que ésta impone sobre los actos del sueno y la imaginación. Lo que esto sugiere a continuación es la diferencia que se experimenta entre la distancia y la proximidad inmediata, entre la mirada por un lado —esa visión consume-todo que demanda un sujeto que se busca a sí mismo en la imagen o en la muerte del otro– y por el otro el rechazo a su poder totalizador, un deslumbramiento de la mirada que transforma al ojo de un órgano de exterioridad a un órgano de interioridad y tacto en el que se siente al otro a través de la resonancia recíproca de los cuerpos. Aquí la opacidad de la obra de Orozco puede ser entendida como un rechazo a presentar una imagen o espejo identificatorio que garantizaría y situaría una subjetividad singular. En cambio, su trabajo exige que el espectador se acerque a la condición del sacerdote encarcelado de Borges en “La escritura de Dios”: que en la integración de la obra y el espectador todas las polaridades sujeto-objeto se disuelvan, y que lo que resulte sea el movimiento de la conciencia misma.

La demanda del trabajo es la vigilia, que no es simplemente un estado de conciencia opuesto al sueno. Podemos tratar esta ambigua condición por medio de la fascinación de Orozco, confesada por él mismo, por la observación de los cuerpos y objetos durmientes (como la pelota de caucho) que habitan la quietud de la realidad impenetrable. Éste es el tema de trabajos tales como Hojas durmiendo, Fronteras durmiendo y la impresionante imagen de Perro durmiendo. Qué otra puede ser la fascinación aquí, si no es la de ser testigo de un ser entregándose por sí mismo a lo que Maurice Blanchot llama un “acto de fidelidad y unión [con] los grandes ritmos naturales, a las leyes, a la estabilidad del orden” 9 o de ser un replegado hacia lo que el físico-filósofo David Bohm describe como una “integridad indivisa”: una realidad como una “totalidad de flujo desconocida e indefinible que es el cimiento de todas las cosas y del proceso del pensamiento mismo”?10 Blanchot concluye que la vigilia pertenece más al que duerme que al que está despierto:

‘La vigilia es el sueno cuando cae la noche. El que sí puede dormir no puede estar despierto. La vigilia no consiste en estar siempre alerta, en tanto lo que busca es el despertar como su esencia… el sueno es intimidad con el centro. No estoy disperso sino completamente recogido y concentrado en donde estoy, en este punto que es mi posición y en donde el mundo, gracias a la firmeza de mi acoplamiento, se localiza.’11

Tanto para Blanchot como para Borges, sonar es tocar la totalidad desconocida, pero también es arriesgarse a la inercia, ya que permanecer en el sueno es morar en lo inacabable donde el ser ya no se reconoce a sí mismo: “Quien ha entrevisto el universo, dice el sacerdote de Borges, quien ha entrevisto los ardientes designios del universo, no puede pensar en el hombre, en sus triviales dichas o desventuras… él ahora es nadie.”12 El sueno, por otro lado, es el momento en el que “para poder actuar es necesario dejar de actuar.”13 Es esencial, por tanto, que el durmiente esté vigilante aun mientras suena. Aquí tal vez podríamos comprender el significado del juego de interfaces de Orozco, de encuentros sensuales y colisiones, de realidades mutables: la calle, como la frontera entre lo privado y el espacio público; la silueta de la mano, en Mi mano es la memoria del espacio, como el límite entre el cuerpo ausente y su extensión dentro del mundo; la piel de caucho de Naturaleza recuperada, como el intervalo entre adentro y afuera; la piedra pequeña colocada en el horizonte entre el firmamento y la pirámide en Monte Albán, la mesa rústica de Chacahua, como el espacio que separa y une la pirámide de arena sobre su superficie y la arena sobre la cual reposa, polvo y piedra, la quimera flotando en el espacio entre el sueno y la vigilia. .En dónde está localizada la interfase? No se puede decir que pertenezca propiamente dentro o fuera en tanto funciona más bien como un intervalo vacilante entre estados. A lo mejor, quizá, no “pertenece” ni siquiera a la dimensión que parece ocupar.

Al especular sobre la instalación de Cortrique, Orozco pensó en “reflejar algo de fuera del edificio de la cervecería en la parte de adentro”, una noción que supondría más que el simple reflejo especular (como mínimo, ya que eso implicaría cambios en el espacio y tiempo reales de la percepción y memoria del observador). Otra posibilidad era la instalación de una foto del interior del edificio de Cortrique que incorporara otro espacio igualmente abandonado en la Escuela de Cirugía en Bahía, como si se hubiera perforado un hueco a través del tiempo y el espacio y se hubiera plegado un lugar sobre el otro. Tal vez podamos especular, entonces, que la interfase quimérica de Orozco es algo así como lo que Bohm llama el desdoblamiento del “otro implicado” de la realidad –la “unidad indivisible” cuya naturaleza es desconocida pero cuyos ritmos podemos sentir antes de que la racionalización sea posible– sobre un “orden explícito”, que es el más conocido del espacio, el tiempo, el lenguaje, etc., del mismo modo en que un movimiento telúrico puede hacer saltar a la vista estratos previamente escondidos o que el inconsciente manifiesta las pulsaciones del deseo a través de fisuras en el casco protector de la represión psíquica. Lo que la interfase parece entonces figurar es el proceso del pensamiento en la medida en que éste se esfuerza por dar forma comunicable a las nuevas intuiciones de la “realidad”.

Las esferas y los cuerpos durmientes de Orozco son mundos en sí, pero también interactúan y participan con otros en un todo más amplio, receptivos a las transformaciones que tales encuentros generan. Tono de marcar es uno de esos mundos: comprende todas las entradas de la guía telefónica de Monterrey14 cortadas y empastadas en un rollo de papel japonés fino, y presentado como una onda que se desfasa. Así como Orozco rehace el mundo del directorio telefónico, nosotros también, al aportar nuestras propias memorias e intuiciones podemos hacer un mundo nuevo. Mientras redefino los contornos de su trabajo, estoy también inscrita por su campo multidimensional. En este encuentro, el ser puede entreverse tanto a sí mismo dentro de la totalidad como a la totalidad dentro de sí, igual que el mundo está contenido en un grano de arena.

Traducido del inglés por Jaime Flórez

Notas

1 Jorges Luis Borges, ‘La escritura del Dios’, en Nueva antología personal, México: Siglo veintuno editores, 1968, p 211.

2 Borges, ‘Las ruinas circulares’, en Narraciones, Madrid: Ediciones Cátedra, 1990, pp 97-103.

3 Además varios objetos usados por Orozco en su trabajo tiene una relación directa con la posición y la comodidad del cuerpo mesas, sillas, bolsa de dormir.

4 Elaine Scarry, The Body in Pain: The Making and Unmaking of the World, New York: Oxford University Press, 1985.

5 Ibid, p 325.

6 Michel Foucault, ‘Film and Popular Memory’, Cahiers du Cinema/Extracts, Edinburgh ’77 Magazine, no 2, 1977, p 25.

7 Para un análisis de esté tema ver William Rowe y Vivian Schelling, Memory and Modernity: Popular Culture in Latin America, London and New York: Verso,1991.

8 Umberto Eco, The Open Work, traducido del inglés por Anna Cancogni, UK: Hutchinson Radius, 1989, p 100.

9 Maurice Blanchot, ‘Sleep Night’, en The Space of Literature, traducido del inglés por Ann Smock, Lincoln and London: Nebraska University Press, 1982, p 265.

10 David Bohm, Wholeness and the Implicate Order, Ark Paperbacks, London: Routledge, 1983, p 59.

11 Blanchot, op cit, p 265.

12 Borges, ‘La escritura del Dios’, op cit, p 212.

13 Blanchot, op cit, p 266.

14 El directoria telefónico tiene un significado paradójico: se refiere a la localización y comunicación, pero el teléfono, en efecto, es un medio de dis-locación y separación.

Originalmente publicado en Gabriel Orozco, Kortijk: Kanal Art Foundaton, 1993, pp 27-37. Republicado en Textos sobre la obra de Gabriel Orozco, Edición ampliada 1993-2013. (First edition 2005) México S. A.: Editorial Turner and Conaculta Publicaciones, 2014.